La moda ha muerto


Se tambalea entre paredes pintadas de colores sin sombra ni después, queriendo escapar. Dejándose llevar por sus dos patas delanteras, que la estiran, obligándola a ceder.

Gotean sus colmillos, saliva solitaria, que manchan los zapatos recién lustrados (algunos de ellos, incluso, perfumados) con entusiasmo.

Sigue, la loba, con sus pasos cansinos y resignados, sin encontrar lo que no sabe que busca, pero contenta de asustar y asquear a lxs transeúntes que detienen su marcha para mirarla, con miedo y admiración. Con morbo y recelo.

Despeinada, herida y ya sin presa entre sus colmillos, revuelve, con su hocico negro y húmedo, la basura; sin suerte. Otra vez la basura contenía libros viejos y hasta primeras ediciones, desde Rulfo hasta Kafka, desde Hemingway hasta Poe.

La poca comida que había en la basura eran sobras incomibles, algunxs dirían que debido al uso de perfumes caros. Por otro lado, ni siquiera había agua estancada que la loba pudiera beber. El barrio estaba tan bien arreglado (y pintado, y de nuevo perfumado) que no había un solo pozo que detuviera el agua de la lluvia.

Después de varias horas de caminata insuficiente, la loba llegó al barrio de al lado. Con un poco de entusiasmo por el notorio cambio de ambiente apresuró la marcha, y mientras paraba las orejas, movía la cola.

Al pasar las cuadras se da cuenta que estxs transeúntes también la observaban con miedo, asco y admiración. De nuevo con morbo. De nuevo con la mirada ansiosa y nerviosa. Expectantes y anonadados. Se los oyó comentar, entre murmullos, sobre a quién le correspondía pagar por la limpieza del asfalto. Es que la loba iba herida y dejaba sus huellas de sangre y saliva en el pavimento.
Por ahí se la escucha a Beatriz, la contadora del barrio, murmurar fuerte 

-¡¿Ese bicho de quién es?!    ¡¿Quién se hará cargo?!-.

Ahora la que estaba asqueada era la loba. Para que todxs lo supieran, mostró sus colmillos y aulló. Lxs transeúntes lanzaron un grito seco y corto. Se metieron rápidamente en sus casas recién pintadas, de colores coincidentes con la casa de al lado. Se metieron todos menos Beatriz, que se quedó inmóvil, mirando correr y escapar a la loba.

Después de horas y horas, llegó, la loba, a un barrio que, a primera vista, era distinto. Le llamó la atención el desorden y la soledad. No había nadie en la calle. Se asustó y se detuvo a dar un primer vistazo.

El barrio parecía abandonado. Hojas de diarios revolcándose de esquina a esquina. A lo lejos alcanzó a ver el título de una hoja: “LA MODA HA MUERTO”. A lo lejos se notaba que se trataba de un diario local.

Las puertas de las casas estaban entreabiertas y había prendas de vestir en las entradas. Todo indicaba que quienes hubieran vivido allí, habían dejado de hacerlo huyendo de algo. ¿Pero de qué? Eso, era precisamente lo único que la loba no quería saber. Ella solo quería sobrevivir.

Mientras bebía agua de uno de los tantos pozos que allí sí, habían contenido y estancado el agua de la lluvia, la loba miraba hacia el tacho de basura que estaba a no más de treinta metros. Justo en la puerta de la biblioteca del barrio.

¡Qué paradoja!, pensó. Otra vez libros viejos y primeras ediciones. Pero un viento le trajo el olor nauseabundo de la comida podrida y le cortó el pensamiento.

Salió aullando y empezó a despedazar la bolsa de consorcio.
Pestañeé y observé la copa de vino seco en el fondo, y el cigarro, que ya era más cenizas que tabaco. Me recorrió una esperanza aventurera y suicida. Quiero ser la presa, quiero ser su presa.
Me paré de un tirón, como un lobo que olfatea su alimento, y fui hasta el placard. Agarré los zapatos lustrados y perfumados y los tiré a la basura. Salí, descalzo, buscando ser presa y esperando, esta vez, no cruzarme con Beatriz.

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